QUINTO V CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE
SANTA TERESA
MARTINA
MARTÍNEZ TUYA
En
marzo de este año, el veintiocho exactamente, hará quinientos años que nació en
Ávila Teresa de Cepeda y Ahumada. Su padre era noble, un noble castellano de
poca fortuna, mucha religiosidad y unos hijos que tendrían que abandonar la
casa familiar, más por necesidad que por otra cosa, aunque no faltasen las
justificaciones más o menos heroicas.
Santa
Teresa de Jesús, también conocida como Santa Teresa de Ávila, es la patrona de
los escritores. Es cierto que en el gremio, con una mayoría de descreídos, se
la estima pero mucho menos de lo que se debiera.
Pensé
en escribir este artículo adelantándome a los fastos del centenario y también
para ayudar a destacar su figura como mujer y como escritora. Hablen los
teólogos de su obra mística, hablemos los demás de su personalidad y de su
estilo.
No
era una mujer erudita, aunque no hay que olvidar que debió de conocer a fondo
las Sagradas Escrituras, Las Confesiones de San Agustín, El Kempis – un libro
de referencia en la mística de su época- y mantuvo una correspondencia muy
importante no solo con los místicos de su orden, como San Juan de la Cruz, sino
también con algunos jesuitas y franciscanos.
Su
vida es totalmente atípica y quizá por eso es completamente original, o casi.
Fue
una mujer enferma desde muy joven y soportó una parálisis, que la tuvo postrada
dos años y una madurez dolorida y con no pocas limitaciones que consiguió
superar gracias a su espíritu luchador, vehemente y un tanto obstinado. Superar en su caso no
era recuperar la salud, sino no dejarse intimidar por la enfermedad.
Fue
una escritora muy tardía, más aún si pensamos en su época. Empieza a escribir
el libro de su vida cuando ya tiene cuarenta años y consigue salir de un largo tiempo
de distanciamiento espiritual. A partir de ese momento desarrolla una actividad
que bien podría considerarse frenética.
En
esos veintiséis años de intensa actividad viaja constantemente, funda
muchísimos conventos, se aplica en transformar otros muchos haciendo que pasen
a ser de carmelitas descalzas, orden que
ella funda. Es acusada ante la Inquisición y lucha por defenderse. Es
perseguida en no pocas ocasiones por su afán renovador. Viaja, trabaja y
escribe. Con todo, y a pesar de todo eso, se entrega a la oración y el
sacrificio hasta alcanzar la Transverberación; aplicándose después a referirla
de una forma original y muy directa.
Escribe
sus libros, también infinidad de notas dirigidas a sus monjas y muchísimas
cartas de las que se han conservado unas cuatrocientas. ¡Cómo tenía tiempo para
escribir tanto! ¡Qué no hubiera hecho con un ordenador como los que ahora
tenemos!
Era
mujer, y como tal era capaz de hacer varias cosas a la vez. Sus contemporáneos
nos la muestran como una mujer decidida, animosa y llena de energía. Es
conocida la opinión de una dignidad eclesiástica que la calificaba de inquieta
y andariega.
Habrá que detenerse un instante para pensar en
lo que podían ser los viajes de la época, los viajes sobre una mula, en un
carro y en muchos casos andando. Pésimos caminos, malas posadas, frío y calor
extremos. Comer poco y mal, hacer largas jornadas, encontrar o no donde pasar
la noche. Soportar la lluvia, incluso la nieve y todo ello casi nunca con buena
salud o sin dolores. Nada de eso le impedía disfrutar del paisaje cuando
recorría la llanura de Castilla o la de La Mancha, cuando subía hasta lo alto
de un puerto y desde allí abarcaba con la mirada las tierras que había dejado
atrás o hacia las que iba. Mucho deben sus imágenes a todos sus viajes, a sus
dotes de buena observadora y persona en extremo sensible.
Recojo
lo que decía de ella un dominico; afirmaba que no era mujer sino varón y de
los muy barbados. Esa alusión a lo viril – incluso en su estilo literario-
lo encontramos con cierta frecuencia. Convive, sin embargo, con la afirmación
de que la santa tenía junto a una gran fortaleza de ánimo una exquisita
feminidad. J. García López dice, en el que fue muchos años texto para los
estudiantes de Comunes de Filosofía y Letras, que Santa Teresa era alegre,
sencilla, afectuosa y capaz de una gran ternura, encantaba a quienes la
conocían por la espontánea simpatía que emanaba de su personalidad y por la
gracia y desenvoltura de sus expresiones.
Su
rasgo más característico está en la unión que consigue entre el recogimiento
contemplativo y la actividad práctica. Afirma con frecuencia que Marta y
María han de andar juntas.
Dirá
que la meditación solo tiene valor si va acompañada de una eficaz actividad: “para
esto es la oración, desto sirve este matrimonio espiritual, de que nazcan
siempre obras, obras,… el aprovechamiento del alma no está en pensar mucho sino en amar mucho.
Ella exigía a sus monjas que fueran varones fuertes que espanten a los
hombres.
Como
con este artículo solo pretendo que a modo de homenaje alguien sienta
curiosidad por la obra de Santa Teresa no me voy a entretener en detallar sus
obras ni dar una lectura erudita de ellas. Más bien busco recuperar el interés
por esta escritora sepultada con demasiada frecuencia bajo un manto de beatería
dulzona que ciertamente no ha ayudado a su conocimiento. Como quiera que el año
de su V centenario tampoco se presenta como para muchas celebraciones quiero,
al menos, dar cuatro pinceladas sobre su estilo, su peculiar manera de decir.
Ella
decía siempre. Decía incluso cuando escribía. Escribía para
decir, para dirigirse directamente a sus monjas, a los nobles o caballeros
principales a los que pedía dinero para sus fundaciones o justicia para
defenderse de las acusaciones que se le hacían. Se dirigía a las damas que buscaban
su amparo o su consejo o al mismo Felipe II a quien impresionó cuando la
recibió en audiencia.
¡Había
que tener mucho temple para presentarse delante del Rey de las Españas no
siendo más que una monja y aguantar a unos y a otros hasta ser recibida! Ella
tuvo ese valor y esa obstinación hasta que consiguió parte de lo que pedía.
Consiguió, además, que el rey se interesara por su obra, la conociera y se ocupara
de que no se perdiese. Fue así como acabó en la Biblioteca de El Escorial el
manuscrito de El libro de su vida, por ejemplo.
Lo
de ella no era un interés intelectual o estético y llega a decir: Cierto que
algunas veces tomo el papel como una boba, que ni sé qué decir ni cómo empezar.
¡Una
forma como otras de hablar del esfuerzo para superar el sentimiento de enfrentarse a la página en
blanco!
Decía
preferir un estilo de ermitaños y gente retirada, que no ir tomando palabras
de novedades y melindres. Hacerlo le hubiera parecido contrario a su
condición de monja y a sus propias convicciones.
Hablaba
y escribía como se hablaba familiarmente en Castilla, con algunos arcaísmos,
más de una falta en la sintaxis y algunos errores en el vocabulario. Ella se descuida,
no quiere ser una sabia y sobre todo en las cartas no está dispuesta a
hacer correcciones, porque tendría que releer lo escrito y perder tiempo.
¡Es
increíble lo que nos suena a las mujeres eso de no querer perder tiempo! ¿Por
qué será?
Fray
Luis de León veía en ella una
elegancia desafeitada que deleita en extremo.
Saca
sus imágenes de la vida cotidiana y no por eso son menos sugerentes lo mismo en
sus versos que en su prosa, -lo mejor de su obra sin lugar a dudas-. Esa prosa
nos sorprende hoy por su modernidad, por su soltura. Muestra así que la
evolución de las lenguas se produce de abajo a arriba, del uso cotidiano al
académico y raras veces en sentido contrario.
¡Feliz
lectura!
¡La
prosa de Santa Teresa siempre consigue llegar a nosotros y sorprendernos!
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