viernes, 13 de febrero de 2015

ARTÍCULO PUBLICADO EN LA REVISTA AMADUMA DE NUESTRA SOCIA MARTINA MARTÍNEZ TUYA



       QUINTO V CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE
                              SANTA TERESA
 

 




MARTINA MARTÍNEZ TUYA 

En marzo de este año, el veintiocho exactamente, hará quinientos años que nació en Ávila Teresa de Cepeda y Ahumada. Su padre era noble, un noble castellano de poca fortuna, mucha religiosidad y unos hijos que tendrían que abandonar la casa familiar, más por necesidad que por otra cosa, aunque no faltasen las justificaciones más o menos heroicas.
Santa Teresa de Jesús, también conocida como Santa Teresa de Ávila, es la patrona de los escritores. Es cierto que en el gremio, con una mayoría de descreídos, se la estima pero mucho menos de lo que se debiera.
Pensé en escribir este artículo adelantándome a los fastos del centenario y también para ayudar a destacar su figura como mujer y como escritora. Hablen los teólogos de su obra mística, hablemos los demás de su personalidad y de su estilo.
No era una mujer erudita, aunque no hay que olvidar que debió de conocer a fondo las Sagradas Escrituras, Las Confesiones de San Agustín, El Kempis – un libro de referencia en la mística de su época- y mantuvo una correspondencia muy importante no solo con los místicos de su orden, como San Juan de la Cruz, sino también con algunos jesuitas y franciscanos.
Su vida es totalmente atípica y quizá por eso es completamente original, o casi.
Fue una mujer enferma desde muy joven y soportó una parálisis, que la tuvo postrada dos años y una madurez dolorida y con no pocas limitaciones que consiguió superar gracias a su espíritu luchador, vehemente  y un tanto obstinado. Superar en su caso no era recuperar la salud, sino no dejarse intimidar por la enfermedad.

Fue una escritora muy tardía, más aún si pensamos en su época. Empieza a escribir el libro de su vida cuando ya tiene cuarenta años y consigue salir de un largo tiempo de distanciamiento espiritual. A partir de ese momento desarrolla una actividad que bien podría considerarse  frenética.
En esos veintiséis años de intensa actividad viaja constantemente, funda muchísimos conventos, se aplica en transformar otros muchos haciendo que pasen a ser de carmelitas  descalzas, orden que ella funda. Es acusada ante la Inquisición y lucha por defenderse. Es perseguida en no pocas ocasiones por su afán renovador. Viaja, trabaja y escribe. Con todo, y a pesar de todo eso, se entrega a la oración y el sacrificio hasta alcanzar la Transverberación; aplicándose después a referirla de una forma original y muy directa.
Escribe sus libros, también infinidad de notas dirigidas a sus monjas y muchísimas cartas de las que se han conservado unas cuatrocientas. ¡Cómo tenía tiempo para escribir tanto! ¡Qué no hubiera hecho con un ordenador como los que ahora tenemos!
Era mujer, y como tal era capaz de hacer varias cosas a la vez. Sus contemporáneos nos la muestran como una mujer decidida, animosa y llena de energía. Es conocida la opinión de una dignidad eclesiástica que la calificaba de inquieta y andariega.
 Habrá que detenerse un instante para pensar en lo que podían ser los viajes de la época, los viajes sobre una mula, en un carro y en muchos casos andando. Pésimos caminos, malas posadas, frío y calor extremos. Comer poco y mal, hacer largas jornadas, encontrar o no donde pasar la noche. Soportar la lluvia, incluso la nieve y todo ello casi nunca con buena salud o sin dolores. Nada de eso le impedía disfrutar del paisaje cuando recorría la llanura de Castilla o la de La Mancha, cuando subía hasta lo alto de un puerto y desde allí abarcaba con la mirada las tierras que había dejado atrás o hacia las que iba. Mucho deben sus imágenes a todos sus viajes, a sus dotes de buena observadora y persona en extremo sensible.
Recojo lo que decía de ella un dominico; afirmaba que no era mujer sino varón y de los muy barbados. Esa alusión a lo viril – incluso en su estilo literario- lo encontramos con cierta frecuencia. Convive, sin embargo, con la afirmación de que la santa tenía junto a una gran fortaleza de ánimo una exquisita feminidad. J. García López dice, en el que fue muchos años texto para los estudiantes de Comunes de Filosofía y Letras, que Santa Teresa era alegre, sencilla, afectuosa y capaz de una gran ternura, encantaba a quienes la conocían por la espontánea simpatía que emanaba de su personalidad y por la gracia y desenvoltura de sus expresiones.

Su rasgo más característico está en la unión que consigue entre el recogimiento contemplativo y la actividad práctica. Afirma con frecuencia que Marta y María han de andar juntas.
Dirá que la meditación solo tiene valor si va acompañada de una eficaz actividad: “para esto es la oración, desto sirve este matrimonio espiritual, de que nazcan siempre obras, obras,… el aprovechamiento del alma  no está en pensar mucho sino en amar mucho. Ella exigía a sus monjas que fueran varones fuertes que espanten a los hombres.

Como con este artículo solo pretendo que a modo de homenaje alguien sienta curiosidad por la obra de Santa Teresa no me voy a entretener en detallar sus obras ni dar una lectura erudita de ellas. Más bien busco recuperar el interés por esta escritora sepultada con demasiada frecuencia bajo un manto de beatería dulzona que ciertamente no ha ayudado a su conocimiento. Como quiera que el año de su V centenario tampoco se presenta como para muchas celebraciones quiero, al menos, dar cuatro pinceladas sobre su estilo, su peculiar manera de decir.
Ella decía siempre. Decía incluso cuando escribía. Escribía para decir, para dirigirse directamente a sus monjas, a los nobles o caballeros principales a los que pedía dinero para sus fundaciones o justicia para defenderse de las acusaciones que se le hacían. Se dirigía a las damas que buscaban su amparo o su consejo o al mismo Felipe II a quien impresionó cuando la recibió en audiencia.
¡Había que tener mucho temple para presentarse delante del Rey de las Españas no siendo más que una monja y aguantar a unos y a otros hasta ser recibida! Ella tuvo ese valor y esa obstinación hasta que consiguió parte de lo que pedía. Consiguió, además, que el rey se interesara por su obra, la conociera y se ocupara de que no se perdiese. Fue así como acabó en la Biblioteca de El Escorial el manuscrito de El libro de su vida, por ejemplo.

Lo de ella no era un interés intelectual o estético y llega a decir: Cierto que algunas veces tomo el papel como una boba, que ni sé qué decir ni cómo empezar.
¡Una forma como otras de hablar del esfuerzo para superar  el sentimiento de enfrentarse a la página en blanco!
Decía preferir un estilo de ermitaños y gente retirada, que no ir tomando palabras de novedades y melindres.  Hacerlo le hubiera parecido contrario a su condición de monja y a sus propias convicciones.
Hablaba y escribía como se hablaba familiarmente en Castilla, con algunos arcaísmos, más de una falta en la sintaxis y algunos errores en el vocabulario. Ella se descuida, no quiere ser una sabia y sobre todo en las cartas no está dispuesta a hacer correcciones, porque tendría que releer lo escrito y perder tiempo.
¡Es increíble lo que nos suena a las mujeres eso de no querer perder tiempo! ¿Por qué será?
Fray Luis de León  veía en ella una elegancia desafeitada que deleita en extremo.
Saca sus imágenes de la vida cotidiana y no por eso son menos sugerentes lo mismo en sus versos que en su prosa, -lo mejor de su obra sin lugar a dudas-. Esa prosa nos sorprende hoy por su modernidad, por su soltura. Muestra así que la evolución de las lenguas se produce de abajo a arriba, del uso cotidiano al académico y raras veces en sentido contrario.
¡Feliz lectura!
¡La prosa de Santa Teresa siempre consigue llegar a nosotros y sorprendernos!

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